Siempre he sido propensa a los accidentes: derramar el café sobre las blusas blancas o romper los vasos todo el tiempo. Pero lo que ocurrió aquella mañana de mayo de 2016 fue mucho más allá de mi habitual torpeza. Fue un accidente devastador que, a los 25 años, cambiaría mi vida para siempre.

Ese día, mi hermana Althea y yo habíamos decidido salir a correr por el canal cercano al piso que compartíamos en Londres. A cinco minutos de casa, tropecé con mis propios pies. Me caí en el camino de grava y un dolor punzante me desgarró la pierna derecha. Me la había torcido y la rodilla se había dislocado, con el pie doblado en un ángulo alarmante. Supuse que era una fractura. No podía moverme, pero me sentía extrañamente tranquilo, la adrenalina actuaba como un analgésico.

Ninguno de nosotros había traído nuestros teléfonos, así que tuvimos que esperar a que un transeúnte llamara a una ambulancia; parecieron horas. A estas alturas, yo estaba luchando contra la inconsciencia y en agonía. Un hombre se acercó, hizo la llamada y desapareció diciéndonos que tenía que coger un tren. Lo único que podíamos hacer era esperar. Oí una sirena que se acercaba antes de desvanecerse. Finalmente, apareció una chica. Llamó a otra ambulancia y esperó con nosotros, haciéndole señas desde la carretera. Recuerdo que me reí con los paramédicos, sintiéndome positiva, a pesar de estar con la dosis máxima de morfina. No mostraron ningún signo de pánico; pensé que estaría en casa esa noche.

Pero a las pocas horas, estaba en cuidados intensivos. No había pulso en mi pie derecho. La gravedad de mis lesiones sorprendió a todos. Mi cirujano me ha dicho desde entonces que cuando le pitaron desde A&E esa mañana, pensó que alguien había cometido un error: no creía que unas lesiones tan graves pudieran haber sido causadas por un viaje. Después de la caída, la sangre no pudo llegar al pie, lo que provocó una insoportable enfermedad llamada síndrome compartimental, en la que un bloqueo de las arterias detiene la circulación. Después de tres largas operaciones para intentar restablecer el flujo sanguíneo, corría el riesgo de desarrollar una sepsis.

Cuando me dijeron que perdería la pierna, lo único que sentí fue miedo. Recuerdo a los cirujanos discutiendo si amputar por encima o por debajo de la rodilla, y observando como si le ocurriera a otra persona. Cuando me preguntaron qué pensaba, parpadeé para no llorar. «Por favor», les pedí, «tengo 25 años. Salvad todo lo que podáis de mi pierna». Eché un último vistazo a mi pie derecho; las uñas pintadas de rojo, la piel moteada de azul. En ese momento, me dolía tanto que sólo quería que parara.

Después de seis semanas en el hospital, me trasladé a casa de mis padres en Kent. Pasé cuatro meses en una silla de ruedas, esperando a que mi rodilla se curara para poder tener una prótesis de pierna. Mi estado psicológico se deterioró. Odiaba cómo me veían los demás, esas sonrisas de compasión a la chica de la silla de ruedas.

En octubre de 2016, me ingresaron en un centro especializado en rehabilitación de amputados, donde me embarqué en un programa de fisioterapia, terapia ocupacional y asesoramiento. Conseguir mi primera pierna protésica fue el punto de inflexión. Era pesada e incómoda, y al principio estaba aterrorizada. Pero cuando veo el vídeo de mis primeros pasos temblorosos, la luz de mis ojos es inconfundible. Había algo en el aspecto físico de mantenerse en pie, de poner literalmente un pie delante del otro, que cambió mi mentalidad.

Tres meses más tarde, me mudé de nuevo a Londres, recuperé gradualmente mi independencia y comencé una vuelta al trabajo como periodista por etapas. La vida había cambiado, pero quizá no tan drásticamente como me temía. Moverme utiliza una gran cantidad de energía y, aunque sigo teniendo una vida social muy ajetreada, he aprendido a escuchar a mi cuerpo; a bajar el ritmo cuando lo necesito.

Hay días en los que la pena pesa mucho, pero los aspectos positivos superan en su mayoría a los negativos. He probado cosas que nunca pensé que haría: nadar en la naturaleza, escalar el estadio O2 y correr sobre una cuchilla, similar a las que usan los paralímpicos. Me he comprado un piso, he encontrado un novio y este mes publicaré mi primera novela, Five Steps To Happy, sobre el viaje de un amputado hacia la recuperación.

Todos los años, en el aniversario del accidente, camino por el canal. A veces también corro por allí, pero es especialmente conmovedor estar en el lugar donde todo cambió y recordarme lo afortunado que soy. Puede que mi propio camino haya cambiado de dirección, pero el horizonte es brillante. La hoja rebota, el corazón bombea, nunca me he sentido más vivo.

– ¿Tienes alguna experiencia que compartir? Envía un correo electrónico a [email protected]

{{#ticker}}

{{SuperiorIzquierda}}

{InferiorIzquierda}}

{SuperiorDerecha}}

{InferiorDerecha}

{{#goalExceededMarkerPercentage}}

{{/goalExceededMarkerPercentage}}

{{/ticker}}

{{heading}}

{{#paragraphs}}

{{.}}

{{/paragraphs}}{{highlightedText}}

{{{#cta}}{texto}{{/cta}}
Recordarme en mayo

Medios de pago aceptados: Visa, Mastercard, American Express y PayPal

Estaremos en contacto para recordarte que debes contribuir. Busque un mensaje en su bandeja de entrada en mayo de 2021. Si tiene alguna duda sobre cómo contribuir, póngase en contacto con nosotros.

  • Compartir en Facebook
  • Compartir en Twitter
  • Compartir por correo electrónico
  • Compartir en LinkedIn
  • Compartir en Pinterest
  • Compartir en WhatsApp
  • Compartir en Messenger

.